Iba una mañana de sol de principios de verano a la ciudad de Medina Sidonia cargado de ilusión, de buen humor, de videocámaras
que en su interior encerraban mis mejores sueños. Montado en la “Chicharra”,
cual si fuera Rocinante contemplaba los molinos modernos, vislumbrando sus aspas
majestuosas que volteaban como campanas todo un bello horizonte. Campos
amarillos de bellos girasoles, vacas retintas pastando al aire con desapego al
entrometido visitante, que de pronto y, sin previo aviso, sin proponérselo quedó varado como ballena en
la arena costera, en medio de aquel férreo mirar vacuno que no me perdían ni
un momento de su vista. Estaban como un poco inquietas, aunque más estaba yo,
observando a una en especial que no dejaba de estar firmemente encuadrada con
malas pulgas hacia mí, con el firme propósito de embestir. Sentí que se arrancaba
de un momento a otro, vi que no había nada que me pudiera salvar de aquel
empellón o revolcón, como mal menor; el paisaje todo plano, ningún árbol al que
subirse y la “Chicharra” que había dejado de cantar su estridente pero imprescindible
música, que ahora en este mismo instante tanto deseaba que hiciera; me
produjeron tal angustia que no se la deseo ni a mi peor enemigo.
Ni que decir tiene que
yo creía que fueran los toros de Cubillo Núñez, que me contaron merodeaban por
el contorno. El desasosiego me sobrecogía. Ni uno/a dejaba de curiosearme de
arriba abajo. El tórrido día y mi valentía en el arte de Cúchares contrastada me provocaban sudores de
muerte. Al borde una carretera, y unas ganas ansiosas me entraron de repente de
orinar o de cagarme. Hice lo primero con cierto disimulo, sin dejar ni un
segundo de parpadear, de escudriñar su más mínimo movimiento y a un simple paseo
del animal, corte mi grifo y por ello y con las prisas me moje los pantalones
al estar embebido, absorbido por el
miedo.
Supliqué medroso cual Sancho que “La
Chicharra”, levantara su torpe y lento vuelo; así fue al cabo de algún tiempo,
que se me hizo eterno.
Arrancado el ingrato vehículo al km se
paraba, me fumaba un cigarrillo para concederle un descanso inmerecido y acto
seguido proseguía la marcha. Cada vez era más corto su recorrido, hasta que
llegó un momento que se paró del todo en una curva sumamente peligrosa, con
curva y contracurva en una carretera comarcal de doble sentido y con la línea
por supuesto continua. El chaleco reflectante a algún insensato conductor les producía una especie
de alergia, por lo que o bien frenaban casi en seco o por el contrario daban más
alegría a su máquina por creer supongo que sería el sufriente “luquiben”
un agente individualista de la autoridad
camuflado, para recaudar fondos a una arcas maltrechas y en crisis.
Contemplaba con la paciencia del santo
Job los molinos eólicos, el agua se había terminado y el santo varón que
tendría que rescatarme de aquel fuego no aparecía. El seguro me indicó que mi póliza
no cubría la asistencia en carretera; llame al 112 Emergencias y estos a la
Guardia Civil que se puso en contacto conmigo y con el ¿señor? gruista. El
rescatador me llamó con un tono altisonante y destemplado preguntándome, dónde
estaba, qué llevaba nos sé cuantos Km hechos y no me encontraba, qué no me veía
ni a sol ni a sombra. Yo le contesté que a mí me resultaba bastante más difícil
localizarle y que desde luego a la sombra yo no estaba porque por aquellos
parajes no había nada más que unos amplios horizontes y un sol y un aire que a
mi blanca piel la estaban dorando, como se dora el ensartado pollo en esos
asadores refulgentes, lubricados y aromáticos que nos abren tanto el apetito.
Por fin apareció al cabo de no sé
cuantas horas, mi persona a estas alturas se encontraba deshidratada; cabreada y además vilipendiada y volteada
cual don Quijote por aquellas aspas famosas. Estaba maltrecho y malherido en mi
dignidad y en mi orgullo. Cargamos la moto. Hicimos el recorrido a
Benalup-Casas Viejas sin dirigirnos la más mínima palabra. Al llegar me dijo
que ahora la operación era a la inversa, es decir me tenía que subir a la plancha,
frenar la máquina y, a todo esto, él bajaba la plataforma a tirones y de forma
discontinua y ruda, muy acorde con su presencia. Parece ser que los 100 €
ajustados le parecían poco y constantemente me repetía que los km que había
hecho demás si hubiera sido otro me los cobraría. Yo le dije: que había indicado
a la señorita recepcionista el punto exacto donde me encontraba y si él se
quería dar la vuelta a España era su problema.
No me achantaba por muy mal encarado se
pusiese, que a estos personajes los sé llevar bien y cuanto más se enfadan mejor
me apodero de su razón, aunque ciertamente la lleven, pero por la formas ya
pierden su poderío.
Más nada ni nadie me quitará el haber
conocido la bonita Venta La Cabrala y, esos campos y tierras feraces plenos de
siembra, de vacas que me parecían toros y de unos girasoles que se me antojaron
muy presumidos, vueltos hacia su dios, el sol, y a mí para salir bien en la foto y no perderse
detalle de este Quijano al que se le hicieron aquella mañana los sesos agua, y
no precisamente de leer.