22 abril, 2012

En busca de la verdad

La verdad o la falsedad - Alfred Stevens
Para contar no es necesario meter el dedo en la herida, es decir; no hay que abusar de la miseria humana que nos lleve a perder los estribos, a martirizar incluso al que se pudo equivocar, a perseguir, culpar o condenar con toda la inquina, el rencor u odio al malhechor.
Hay que contar la verdad, para ello es necesario aportar datos contrastados, sin eufemismos, tampoco con exageraciones, paso a paso, con el máximo detalle, -con pelos y señales- y que solamente sea nuestra meta la de llevarnos a un final esclarecedor, donde no haya lugar a la duda y nos permita conocer que es lo que exactamente ocurrió, sin dejarnos influir jamás por ninguna circunstancia que pueda alterar esa búsqueda imparcial, limpia y justa. El que busca o dice la verdad va a pecho descubierto y no teme o debe temer lo que le pueda venir encima, porque siendo aquella poderosa nada es capaz de vencerla, ni el más tirano ni el más abyecto personaje.
Hay que conceder también a la otra parte su libertad a poderse defender, a negar si hubo manipulación, estando en su derecho si ve en algo que pudiera ser una villanía contra su persona o grupo, denunciarlo en su caso con las consiguientes indemnizaciones por daños y perjuicios. Que sepa el difamador, injuriante o maledicente que no puede ir libremente por la vida montándose su novela o su película. Si lo que cuenta es una patraña, lo de “irse de rositas”, nada de nada. Este sujeto o sujetos son los que mayor daño hacen a la sociedad, porque a conciencia la sublevan, la deforman, la engañan y pueden llegar con su conducta a condenar a un inocente.
Las generalizaciones sobran y en una acusación “nunca se podrá tirar la piedra y esconder la mano”, cosa que a menudo ocurre, y se habla o se escribe en una gran mayoría de las veces, “se dice el pecado y no el pecador”, y aquí ese juego no vale, por lo menos a mí no me vale. Quién se esconde detrás de ¿…alguien, hay personas…algunos, etc.?, no merecen mi respeto y veo la cobardía y la falsedad intrínsecamente unida. Cuando esto último ocurre por sistema, lo contemplo como un complejo de inferioridad.
Es fácil sacar a la luz una oscuridad, alumbrar y demostrar sobre todo lo que algo está todavía en el fango, desenterrarlo; pero también es muy fácil caer en ese cieno, embarrarse, y ser prisionero de su ego, por haber querido ser un héroe o un valiente, y haberse convertido solo en un insensato, en un osado irresponsable, precipitado hacia la  calenturienta ligereza y la colérica venganza.
Desde luego si por algo admiro a Antonio Muñoz Molina es porque al leer sobre todo sus artículos, desde 1990 hasta hoy, aparte del valor narrativo, ya que un día sí y otro también son una denuncia generosa y valiente, pero con acumulación de datos, bien sea de obras o de nombres continuamente; y cuando piensas que claro ha sido o que coraje tiene este hombre, a mí no me extraña nada: pues lo he visto torear en plazas más duras a miuras con malísimas intenciones, ¡vamos!, “resabiaos”.

                            

Tiempo de contar

EL PAÍS
IDA Y VUELTA


Óscar Jaenada en una imagen de la película 'Todos estamos invitados',de Manuel Gutiérrez Aragón.

Hay que ponerse a contar. A contar en el sentido aritmético y en el sentido narrativo. Hay que contar para recordar y hay que contar para comprender, y hay que contar también para que el recuerdo y la comprensión de lo vivido por otros se transmute en experiencia personal de esa manera íntima que quizás sea posible a través de la literatura, o de esa forma de novela visual que es el cine. Hay que contar exactamente lo que pasó y hay que empezar a hacerlo ahora que todavía viven y están lúcidos la mayor parte de los protagonistas, los testigos, las víctimas no ejecutadas. Hay tiempo, pero es urgente. Y no solo porque, como reflexionó con tanta melancolía Primo Levi, la memoria es falible y se debilita a cada momento. Hay que contar para que no se imponga la tergiversación y para que los verdugos y los responsables no cuenten con ese eficaz aliado del crimen, el olvido.
Hay que contarlo todo, desde luego. No se mata ni se tortura a nadie, ni a quien ha matado o torturado. Y hay que contarlo todo no por equidistancia sino por amor a la verdad y porque sin el recuerdo completo no es posible ese logro tan difícil, y sin embargo tan necesario, la reconciliación, o al menos la convivencia razonable. Hay que contar el número de los asesinados, de los perseguidos, de los chantajeados, de los expulsados, de los torturados. Es importante la máxima exactitud posible de las cifras para hacerse una idea de la magnitud de la epidemia. Hay que saber cuántos se fueron porque ese número es un indicio del éxito de quienes mataban o acosaban para limpiar el censo electoral de votos hostiles. Habría que saber, pero no es posible, cuántos que deberían haber alzado la voz eligieron callar; cuántos fingieron aquiescencia con la conformidad impuesta por los criminales; qué porcentaje de gente hace falta que se someta o que calle para que una comunidad entera quede sometida, sobre todo en esos lugares donde se conoce todo el mundo y no es posible el refugio del anonimato: un claustro de instituto o de facultad, por ejemplo, un pueblo pequeño, una empresa. Es relativamente fácil contar el número de los asesinados, los heridos, los mutilados para siempre, pero no puede hacerse el censo fiable de todas las vidas que quedaron destruidas o dañadas por la lenta onda expansiva de cada crimen, que prolonga su efecto, invisible desde fuera, a través de los años y de las generaciones.
Hay que contar para recordar y hay que contar para comprender.
Para saber algo sobre eso hace falta la otra forma de contar: la narrativa. España es un país en el que se reivindica la memoria tan perezosamente, tan retóricamente, que los mayores esfuerzos tienden a hacerse cuando quienes pudieron y debieron contar están ya muertos. Hace falta levantar el gran archivo oral de todos los que han sufrido, los que han vivido para contarlo, los conocidos y los desconocidos, los iletrados y los filósofos, cada uno de ellos depositario de una tesela en lo que será el gran mosaico de una historia monstruosa, y quizás también ejemplar. Algo tienen siempre en común todos los verdugos ideológicos, los intoxicados por la religión y los intoxicados por el milenarismo político, y los peores de todos, los que de un modo u otro han combinado los dos, y por lo tanto han matado todavía con más convicción, porque se aseguraban la salvación de las almas al mismo tiempo que creaban el paraíso sobre la tierra: tienen en común que no ven personas individuales, sino grandes grupos humanos, abstracciones sagradas y abstracciones repulsivas, masas que merecen la salvación o masas que merecen el exterminio. Ven al proletariado, ven a la raza, ven al pueblo, y los ven en una apoteosis de beatitud o de maldad, ven a la comunidad de los fieles o a la de los infieles, pero más allá no ven nada, y si se fijan en alguien en concreto es para verlo como la representación de algo, de alguna clase de identidad colectiva, y a continuación lo idealizan o le pegan un tiro, lo abrazan o lo expulsan, pero siempre sin fijarse mucho, porque padecen una extraña aflicción ocular que les impide distinguir rasgos individuales, o porque consideran que esos rasgos carecen de importancia.
De modo que frente a las abstracciones hay que levantar las identidades personales y los nombres, meticulosamente, y para eso nada más útil que las artes narrativas, las novelas y los cuentos y los libros de memorias y las crónicas, los documentales y las películas de ficción. Otra cosa que tienen en común los verdugos y sus cortesanos es la facilidad para el olvido, la urgencia casi jovial por “pasar página”, por “mirar más hacia delante y menos hacia atrás”, etcétera. No hay injurias más fáciles de olvidar que las que han sufrido otros, sobre todo si es uno mismo el que las ha cometido. Y como también explicó Primo Levi, los que han cometido crímenes o han sido cómplices tienen la extraordinaria facultad de convertir la mentira sobre el propio pasado en recuerdo verdadero. Cuanta más información haya, cuantos más testigos hablen, cuantas más historias se cuenten, más difícil será que prevalezca la mentira o que se imponga demasiado pronto el olvido.
Algo que tienen en común los verdugos y sus cortesanos es la facilidad para el olvido.
Cuando uno está lejos le afectan todavía más ciertas historias. Me acuerdo de la pena inmensa de ver hace unos años en el Centro Rey Juan Carlos de Nueva York el documental de Iñaki Arteta sobre algunas de las víctimas menos conocidas del terrorismo, Trece entre mil. Y esta semana he revivido ese mismo desgarro viendo en el Cervantes, que dirige ahora con energía recobrada Javier Rioyo, la película de Manuel Gutiérrez Aragón Todos estamos invitados, y escuchando a dos novelistas que han escrito con claridad y potencia literaria sobre las vilezas más sórdidas de las que se alimenta el terrorismo, José Ángel González Sainz y Fernando Aramburu. Gutiérrez Aragón muestra cómo el crimen, el chantaje y el miedo pueden coexistir fluidamente con los rituales de una sociedad próspera en la que el pistolero y su víctima viven sumergidos en una misma y vaga zona gris en la que se confunden los cómplices, los instigadores de manos limpias, las personas decentes pero cobardes, los indiferentes, los distraídos. En Ojos que no ven, González Sainz hizo una crónica de lo real que tiene por dentro una armazón de fábula. Años lentos, de Fernando Aramburu, es una novela construida con esa infrecuente destreza que alía la transparencia y la complejidad: una novela sobre gestaciones más o menos frustradas —la de una criatura, la de un joven terrorista— que trata también de la gestación de una novela. Los “años lentos” son los del declive a la vez desganado y siniestro del franquismo, ese pasado ya remoto que en las páginas de Aramburu nos da escalofríos a quienes lo conocimos, un tiempo de torturadores bronquíticos de tabaco negro y palillo de dientes y de sotanas lúgubres que empezaban a bendecir a los pistoleros tan untuosamente como recibían bajo palio al viejo tirano sanguinario.
Para esto vale el oficio al que nos dedicamos: para que nada se quede sin contar.
Trece entre mil. Una herida abierta (2005). Iñaki Arteta. www.treceentremil.com. Todos estamos invitados (2008). Manuel Gutiérrez Aragón. www.clubcultura.com/clubcine/clubcineastas/gutierrezaragon. Ojos que no ven. José Ángel González Sainz. Anagrama, 2010. Años lentos. Fernando Aramburu. Tusquets, 2012.
antoniomuñozmolina.es
Manuel Gutierrez Aragón