La Chicharra |
Siempre me han gustado mucho las motos y los caballos.
Cuando tendría sobre unos 10 años me regalaron una bici los Reyes Magos, tan grande que pareciera se la hubiera echado asimismo mi padre. Esto fue así porque no había el dinero suficiente para una moto y además ni tenía edad para conducirla ni había motivo para tal dispendio.
Estaba loco por una Guzzi de color rojo, que tenía la palanca de cambios en el depósito y a la derecha. En fin, me tuve que contentar con la bici: era roja, preciosa, marca Orbea y no sé por qué motivo la asemeje a un caballo que mi padre tenía y no me dejaba montar, pues él y el caballo eran militares, y ya sabrán, que con las cosas de los militares y las de comer no se juega.
A los que montan los caballos ya siempre les miraría con esa envidia sana, lo que pudo haber sido y no fue.
En la bici tenía que hacer una postura extraña: entremedias del cuadro metía la mitad de mi cuerpo, con el consiguiente desequilibrio que mi torpeza como principiante y natural falta de práctica aparte mi loco atrevimiento me ocasionó más de una caída.
Al poco tiempo ya la montaba casi bien, menos cuando se me escurrían los pedales y me daba en semejante parte, sí, ahí donde más duele o en la rabadilla, ¡aaah|, y se me escapaban palabros que herían a los oídos más viejos del lugar; entonces me subía a las pendientes más altas y, desde allí, bajaba o mejor dicho me tiraba “a lo máximo de velocidad” que decíamos los chavales. Alguna vez las heridas fueron profundas (aún conservo en la rodilla la marca de una de ellas), otras salía embadurnado del barro ; no obstante, ni me producían dolor, ni me importaba lo más mínimo la suciedad. Sí, por el contrario a mis padres. A uno, porque decía había desnivelado el manillar, la cadena la destensaba, y la estaba llenando de raspaduras y arañazos; y a mi madre, porque decía que aquel barro no había quien lo quitase, que era como la greda, yo muy al contrario volvía a repetir aquellas proezas con más fuerza cada día.
Al poco tiempo ya la montaba casi bien, menos cuando se me escurrían los pedales y me daba en semejante parte, sí, ahí donde más duele o en la rabadilla, ¡aaah|, y se me escapaban palabros que herían a los oídos más viejos del lugar; entonces me subía a las pendientes más altas y, desde allí, bajaba o mejor dicho me tiraba “a lo máximo de velocidad” que decíamos los chavales. Alguna vez las heridas fueron profundas (aún conservo en la rodilla la marca de una de ellas), otras salía embadurnado del barro ; no obstante, ni me producían dolor, ni me importaba lo más mínimo la suciedad. Sí, por el contrario a mis padres. A uno, porque decía había desnivelado el manillar, la cadena la destensaba, y la estaba llenando de raspaduras y arañazos; y a mi madre, porque decía que aquel barro no había quien lo quitase, que era como la greda, yo muy al contrario volvía a repetir aquellas proezas con más fuerza cada día.
A veces con mi primo Jesús, echábamos carreras, que siento poco decirlo, yo las ganaba, pues le tenía un poco de ganas. Teníamos la misma edad, el estaba mucho más desarrollado que yo, más fuerte, pero un poco más torpe, menos hábil o no sentía esa intención que yo le ponía a todo lo que se refiriera a juegos, disfrutes o amores. Era lo que se decía por entonces un golfillo. A esa edad no se ha adquirido aún la patente de “golfo”.
Después sobre los 23 años me compré una moto Vespa por 5.000 pts. Por supuesto bastante usada, pero respondona, con la cual me atravesaba todo Madrid, y por el túnel de la plaza de Roma o Manuel Becerra disfrutaba lo mío cuando estaban por las mañanas los coches parados, en caravana e iba sorteando a los muchos Seiscientos, Mil Quinientos y semejantes con una disposición que para sí quisiera más de uno y de dos, y además me llevaba al trabajo desde Nueva Numancia (Vallecas) a General Perón, muy cerca del estadio de fútbol Santiago Bernabéu. Mi padre a pesar de lo estricto que era, jamás me preguntó por los papeles, él me veía arrancarla, cambiar de marchas, poniendo una cara entre sonriente y orgullosa.
Un buen día, el mundo es un pañuelo, mi primo y colega de travesuras y carreras, Jesús, nos tropezamos después de más de 13 años. La alegría compartida nos llevó a meternos en un “Puticlub”. Allí nos gastamos hasta lo que no teníamos; al final, le apuntaron la deuda a él, que era conocido, hasta la próxima vez.
Mi primo que trabajaba en un entidad bancaria la dejó, había aprobado para piloto de Iberia que era a la postre su ilusión; después de haberse su padre gastado una fortuna y él haber hecho no sé cuántas horas de vuelo, incluso fumigando. Por mi parte le dije que trabajaba en una oficina como administrativo contable.
Hago estas aclaraciones para que se den una ligera idea de lo que posteriormente sucedió.
Con muchas más copas de las previstas para pilotar una moto, le acercaba a su casa, y sin dar la menor importancia a nada ni a nadie arranqué a toda pastilla; reíamos, cantábamos, sorteábamos coches, pitábamos a los peatones, nos metíamos por charcos, salpicando a las chicas más bien, pues había caído un buen chaparrón, así hasta que al llegar ya muy cerca de su casa, apareció un semáforo; frené tan bruscamente que fuimos al pavimento en menos que decir “amén”, con tan mala suerte que justo allí, en el nefasto paso, estaban los municipales con su coche. Al principio nos preguntaron si nos dolía algo, si nos habíamos hecho daño; estamos bien les contestamos, pero ahora viene lo peor; empiezan dos de los agentes del orden a dar vueltas y revueltas a la moto y por ningún sitio veían la placa de matrícula; yo les dije: "habrá salido rodando", más al pedirme los papeles, añadieron por su cuenta en tono jocoso: "habrán salido volando", aquellos jamás existieron. A la voz de “al coche” nos indicaron que subiéramos rápido ya con una expresión un tanto ruda. Y nos llevaron a una comisaria.
Allí nos dejaron largo tiempo hasta que se nos fuera un poco la “taja” y nos dieron unas banquetas parecidas a las de algunos bares, que no llegas con los pies nunca al suelo y con el mareo piensas que de un momento a otro te la vas a pegar.
Mi primo se puso malísimo, empezó a devolver; estaba encogido, parecía otro, entre un color verde aceitunado y gris amarillento.
El comisario haciendo leña del árbol caído nos lo puso muy duro. Por fin nos tomaron declaración. La cosa se ponía muy fea, hasta que un golpe de azar vino en nuestro favor, y fue que nos llamáramos Luciano el comisario y yo, igual, o sea tocayos, con lo extraño y raro que es mi nombre; y cuando se relajó se me ocurrió decirle que nosotros teníamos un tío que había sido comisario de Toledo. Al contrastar los datos y confirmar positivamente lo que le había dicho ya le noté menos displicente. A pesar de ello se dirigió a mí que llevaba la voz cantante y me pidió el número de teléfono de mi padre. Y aquí fue donde le llegué al alma, cuando le contesté: “que por lo más quiera en este mundo no le llamara, pues estaba gravemente afectado del corazón, y una noticia de esta se le podía llevar por delante”. Era una mentira que se me vino al instante, muchos años después moriría efectivamente de un infarto.
El comisario haciendo leña del árbol caído nos lo puso muy duro. Por fin nos tomaron declaración. La cosa se ponía muy fea, hasta que un golpe de azar vino en nuestro favor, y fue que nos llamáramos Luciano el comisario y yo, igual, o sea tocayos, con lo extraño y raro que es mi nombre; y cuando se relajó se me ocurrió decirle que nosotros teníamos un tío que había sido comisario de Toledo. Al contrastar los datos y confirmar positivamente lo que le había dicho ya le noté menos displicente. A pesar de ello se dirigió a mí que llevaba la voz cantante y me pidió el número de teléfono de mi padre. Y aquí fue donde le llegué al alma, cuando le contesté: “que por lo más quiera en este mundo no le llamara, pues estaba gravemente afectado del corazón, y una noticia de esta se le podía llevar por delante”. Era una mentira que se me vino al instante, muchos años después moriría efectivamente de un infarto.
El guión que habían escrito, de momento se les vino abajo, miró el mandamás a los municipales, y dieron el asunto por zanjado, echando lo escrito a la papelera. La comprensión que tuvo el jefe, la paciencia, y también sopesaría que en el fondo no teníamos más maldad que la que suelen dar los pocos años unidos al alcohol, y las distintas circunstancias, nos salvó.
Al cabo de unas horas nos dieron rienda suelta, aconsejándome devolviera otra vez la moto a quien me la vendió y le dijera que estas cosas necesitan su documentación. Lo mismo que si fuesen personas. Así lo hice al día siguiente, pues el susto fue de órdago. Mi padre creo que no llegó a enterarse hasta tiempo después, por extrañas circunstancias de la vida; mi hermano debutó en aquella misma comisaría.
Ahora jubilado, cuando se debe estar tranquilo, me vuelven otra vez las semejanzas aquellas de mi niñez, entre la moto y el caballo.
Eso me llevó un día a comprar una scooter de segunda mano. Al montarla siento que el manillar son las bridas; que las ruedas son su poderosísimo galope; que cuando echo gasolina le estoy abrevando agua y...cuando acelero, pico espuelas.
La he puesto por nombre "chicharra", porque el ruido del motor es muy semejante al que hace este insecto y, desde luego, este pasado verano ha dado el cante. En otoño ha mostrado su tono de vez en cuando. En invierno espero salir también con ella, para que no se me haga perezosa. La verdad es una "chicharra" muy importante y especial para mí, me sirve de recreo, pero también sabe donde están las ofertas de cualquier tipo. Y como es muy agradecida, la trato con el máximo cariño y la dejo que pernocte bajo mi techo. Ella tanto me lo agradece que cuando nos ponemos en marcha arranca a la primera.
La he puesto por nombre "chicharra", porque el ruido del motor es muy semejante al que hace este insecto y, desde luego, este pasado verano ha dado el cante. En otoño ha mostrado su tono de vez en cuando. En invierno espero salir también con ella, para que no se me haga perezosa. La verdad es una "chicharra" muy importante y especial para mí, me sirve de recreo, pero también sabe donde están las ofertas de cualquier tipo. Y como es muy agradecida, la trato con el máximo cariño y la dejo que pernocte bajo mi techo. Ella tanto me lo agradece que cuando nos ponemos en marcha arranca a la primera.
La libertad que ya he disfrutado y que me espera es inenarrable. El peligro que presiento acecha, me enerva y me cautiva. Y cuando alguna vez me tira al suelo o no arranca, como ya ha hecho, no la culpo, sino que la considero humana y me digo: “es lo que tiene el estar cansada y no darla respiro, haber trotado y galopado lo suyo, unido al tórrido verano la hacen pararse a respirar”. Todo lo doy por bueno, el ser libre entraña riesgo, pero da unas alegrías tan distintas a las demás que merece la pena “caerse, para después volverse a levantar y vivir para contarlo”.
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