De siempre el hombre ha contado alguna historia y de una u otra forma quiso dejar ahí.
No creo que haya un decálogo para escribir, ni siquiera que haya unas
pautas preconcebidas. Que surjan las palabras con más o menos
coherencia amenizando el tiempo es lo que a mi entender hace posible un
buen libro; sea una novela, un relato o un artículo.
Si hasta ahora usted no lo hizo anímese, y explique cómo usted sabe
decir aquello que conoce; que tuvo experiencia, que visitó, padeció,
maldijo o simplemente leyó. Pruebe y verá que no le resultará tan
difícil y mucho menos imposible.
Que la mejor forma de narrar sea la ficción como alguien ha dicho
aventurándose a relatar aquello que no has vivido o conocido me parece
muy bien, pero quizás no lo mejor.
Cuando la ficción se busca, se busca también la vida. Que aparezca ésta
cuando menos se piensa es posible. Hay cantidad de ejemplos: “De la
Tierra a la Luna” y tantas otras obras de Julio Verne no han venido nada
más que a corroborar lo que ahora escribo. Sí, han tenido que pasar
muchos años, pero sucedía que estaban sin descubrir o si se quiere sin
despertar aquellos inventos que han hecho posible lo que hoy es
cotidiano.
De la vida misma es de donde se pueden y se suelen extraer las mejores
vivencias, por ser auténticas, creíbles, llegando a ser más más de
fábula, más sangrientas y si se quiere más crueles que las que
imaginadas o fingidas.
Antonio Machado escribió: «Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa».
Por eso no me gustan los contadores o tertulianos de la TV, porque se
escuchan ellos mismos, despilfarrando tiempo y palabras en una
borrachera demagógica que solo sirve para engatusar a los que oyen lo
que quieren escuchar, no lo que deben de oír.
Estas personas que te hablan lo mismo de economía, que de política,
historia, medicina, deporte, música…, y hablan y hablan y hablan y no se
paran ante ningún conocimiento del ser humano. Son los más analfabetos,
porque en realidad saben muy poco de los intríngulis de la vida, de lo
contrario no hablarían a la ligera y superficialmente de todas las
cosas; tendrían sus dudas, vacilarían, como les ha ocurrido siempre a
los grandes sabios.
Hay que saber menos para contar más y mejor, tenerlo muy claro, saber dónde está y cuál es el tornillo que hay que apretar.
Ahora tengo que abandonar la casa para ir a la plaza, el mentidero de la
villa, y allí nada más llegar preguntar: “amigos que os contáis”, y
aunque responden que “nada”, o “aquí estamos matando el tiempo”,
inmediatamente sacaremos a relucir la última miseria o algún inocente
chascarrillo.
La comunicación es un tren que sigue sin tener estaciones fijas ni apeaderos.